martes, 18 de enero de 2011

Se avecina una crisis con los antidepresivos


La generalizada prescripción de medicamentos para las mentes atribuladas siempre ha acabado mal, desde la época de los opiáceos y la cocaína y pasando por la de los bromuros, los barbitúricos y los tranquilizantes: todos ellos resultaron ser sumamente adictivos, pero sólo después de que durante años los médicos lo negaran. Ahora el problema lo constituyen los antidepresivos: marcas mundiales con nombres familiares en los hogares. En el decenio pasado se han multiplicado por tres las prescripciones. En Inglaterra, ahora la prescripción de antidepresivos iguala a la de Valium en su momento de auge en 1979.
Ahora resulta claro que los antidepresivos de hoy no son los medicamentos milagrosos, tal como se promocionaron. El síndrome de abstinencia, a veces intolerable, que puede hacer difícil y peligroso dejar de tomar los antidepresivos expone también a muchos usuarios a efectos secundarios graves y deprimentes: importante aumento de peso, pérdida de la libido y cambios de humor, por citar sólo las quejas más comunes. Las sospechas sobre esos problemas -en particular, sobre la conducta suicida y la sensibilización a la depresión inducidas por los medicamentos- han existido desde hace años, pero hasta ahora no habían comenzado las investigaciones científicas profundas.
Pronto se conocerán las conclusiones de una importante investigación emprendida por los encargados de la reglamentación relativa a los medicamentos en el Reino Unido a mediados de 2003. No cabe duda de que se las presentará principalmente como recomendaciones para que se hagan cambios con letra pequeña en las advertencias que figuren en el etiquetado de los medicamentos y en las instrucciones para su uso. Puede que ayuden, pero no abordarán la auténtica cuestión planteada: ¿cómo pudieron los encargados de la reglamentación permitir que reapareciera ese problema cuando ya se contaba con tanta y tan dura experiencia y por qué se les debe permitir ahora investigarse a sí mismos?.
En la escala de Richter de los desastres en materia de medicamentos, la crisis de los antidepresivos que se avecina oscila entre los grados 7 y 11, mientras que la talidomida figura en el grado 10. El tiempo lo dirá, pero la cuestión fundamental es la siguiente: el desastre de la talidomida de los decenios de 1950 y 1960 sucedió porque no existía un control independiente de la inocuidad de los medicamentos, mientras que la crisis de los antidepresivos se ha desarrollado con la égida de un sistema de reglamentación detallado, caro y mundial.
El quid de la crisis de los antidepresivos no es el de que esos medicamentos pudieran hacer tanto daño, sino el de que se les permitiese hacerlo cuando los precedentes eran tan claros. Cuando se investigue -si así se hace- esta crisis adecuadamente, más que suponer la apertura de una lata llena de gusanos farmacológicos, será la revelación de lo que es y debe ser la medicina.
Esas cuestiones subyacentes parecen tanto más importantes cuanto que hace años que la red Internet cruje con la evidencia de la crisis por venir. El crecimiento explosivo de dicha red brindó oportunidades completamente nuevas de recoger, presentar y comunicar pruebas. Aumentó y profundizó la comprensión de los problemas relacionados con los antidepresivos y dio a los pacientes una voz colectiva, como nunca antes.
En épocas anteriores, la supervisión de la inocuidad de los medicamentos dependía de ocasionales informes negativos de los profesionales de la salud sobre la reacción de los pacientes a las medicinas. Pero esta crisis ha revelado las insuficiencias fundamentales de los informes, por lo que no se pueden volver a pasar por alto de forma creíble las experiencias de los usuarios con los medicamentos.
Muchos millares de pacientes de todo el mundo, unidos por la red Internet, empezaron a describir experiencias con los medicamentos antidepresivos y problemas provocados por la abstinencia que poco se parecían a las advertencias del etiquetado. Las repercusiones de esa inteligencia de los usuarios han sido profundas: en 2003, una empresa farmacéutica revisó sus cálculos aproximados, correspondientes a 2002, sobre la incidencia de las reacciones ante la abstinencia del 0,2 por ciento al 25 por ciento (aun cuando el fabricante de un medicamento similar sigue afirmando que no “crea el menor hábito”).
La crisis de los antidepresivos brinda por primera vez testimonios espectaculares del valor colectivo de las comunicaciones de los usuarios para entender el riesgo que entrañan los medicamentos. Desde luego, las comunicaciones de los usuarios no son “científicas” y la mayoría de ellas, individualmente, pueden parecer ingenuas, confusas, exageradas, erróneas y pura y simplemente ensimismadas. Aun así, en este caso han brindado, colectivamente, más testimonios fiables que los obtenidos en numerosos ensayos clínicos controlados.
Así, pues, ahora lo que importa no es tanto el valor de las comunicaciones de los pacientes cuanto la integridad de la investigación médica y del estado de la ciencia. “¿Hasta qué punto ha llegado a estar contaminada la medicina clínica?”, se preguntaba un editorial de la revista médica británica The Lancet en 2002; la respuesta fue la siguiente: “profunda y perjudicialmente”. La duplicidad que rodea la comercialización de los medicamentos antidepresivos subraya lo corrupta que ha llegado a estar la profesión.
La crisis que ahora se está desplegando plantea cuestiones generales sobre la democracia y la ciencia, la relación entre riesgos y beneficios y el conflicto entre los imperativos del comercio y la salud, pero una característica por encima de todas las demás expresa el problema subyacente: el enorme desfase entre las palabras de los pacientes, quienes dicen lo que piensan, y la terminología de los productores, expertos y autoridades, quienes se andan con rodeos.
En el decenio de 1990 se dio una nueva definición oficial de “depresión” como enfermedad provocada por la deficiencia de serotonina y azote para millones de personas: dictamen cómodo y seductor, pero profundamente simplista. También se dio una nueva definición de “dependencia de un medicamento” para afirmar que en un ambiente terapéutico nunca podría haber una pérdida de la autonomía personal. La expresión “síntomas de la interrupción” – neoparla orwelliana para referirse al síndrome de abstinencia- daba a entender que los antidepresivos no entrañaban riesgo alguno de dependencia.
Al contrario, el pensamiento voluntarista indujo a los expertos a aducir “síntomas de interrupción” como prueba de la eficacia de remedios vitales. Más adelante, los suicidios pasaron a recibir sistemáticamente la denominación de “sobredosis no accidentales” y se puso de moda la expresión de amplio espectro “propensión emocional”, pese a su inadecuación para distinguir entre un suicidio inducido por un medicamento y un estallido de llanto.
Como contraste, las comunicaciones de reacciones negativas por parte de los usuarios intentan describir una realidad humana en lugar de promover imágenes que convengan a los intereses creados afectados. Así, pues, la crisis de los antidepresivos puede resultar a la larga una bendición disfrazada, pero sólo si propicia la transparencia y la honradez intelectual necesarias para hacer que la profesión médica rinda cuentas ante las personas a las que dice servir.



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